Algunas veces, tengo la extraña sensación de que todas las cosas que me han pasado en la vida son producto de mi imaginación. Es más, en un arrebato de arrogancia extrema, pienso, de repente, que todas mis experiencias como persona son relatos ficticios que he escrito en un cuaderno perdido o algún blog de Internet. Como si a mí nunca me hubiera sucedido nada más allá de todo lo que me he inventado en mis relatos.
Se lo explico a mi terapeuta con el miedo habitual a que me encierre en un manicomio y me responde con la fría mirada de un felino. Desde que hago terapia, como yo digo, a la cara, me resulta mucho más difícil ser sincero. Cuando mi anterior psicoanalista me tumbaba en el diván mirando al techo, me sentía libre de divagar por las más extrañas teorías de mi mente enferma sin temor a represalias. Era como estar a solas con mi conciencia. Pero eso se acabó porque durante dos años de merodear por mi inconsciente, nunca llegué a ninguna conclusión útil.
«¿Y por qué sientes eso?», me pregunta mi psicóloga actual, «¿tan distante estás de tus propios sentimientos?». Es una rubia con gafas. Sostiene un bolígrafo entre los dedos. Lleva una blusa ajustada y una falda de color negro. «No lo sé», respondo, mientras trato de inventar nuevas dimensiones a su personaje que, últimamente, se me antoja un poco plano.
Por la calle, de vuelta a casa, camino entre hombres y mujeres de traje gris que no se miran los unos a los otros. Pienso en mis vacaciones en Nueva York. En la vez que me acosté con un modelo ruso. En mi Erasmus en Escocia. Intento resucitar en mi interior la huella que todo aquello dejó en mis sentidos… pero soy incapaz. Ya solo son ideas en mi cabeza.
No puede ser. Me detengo un momento en medio de la calle. La gente sigue pasando por mi lado. Me aprieta el primer botón de la camisa. Algunos chocan conmigo pero no se disculpan. Cierro los ojos y trato de imaginarme completamente solo en mitad de la calle Asturias. Y, mientras, la gente sigue pasando a mi lado. Casi puedo verlos, incluso con los ojos cerrado. Un centenar de historias por contar, un centenar de finales abiertos. De pronto, una chica pone la mano sobre mi hombro y me pregunta: «¿Estás bien?». Tiene los ojos de mi abuela.
Al llegar a casa, mi novio me espera en el sofá leyendo una novela de Maruja Torres. Nos saludamos desde lejos. Dejo mi chaqueta en el suelo y me siento a su lado. Él deja el libro sobre la mesa y me mira. «¿Qué te pasa? No tienes buen aspecto». «He tenido un ataque de solipsismo». «¿Y eso es grave? ¿Quieres que baje a la farmacia?». «No, no hace falta. Solo es que, de pronto, he sentido que de lo único que puedo estar seguro es de la existencia de mi propia mente». Mi novio me pone la mano sobre la frente.
«¿No has ido a terapia?», pregunta. «Sí, pero no estoy seguro de si mi terapeuta es real o solo un estado mental de mi propio yo». Me levanto, seguido de un extraño impulso. «Definitivamente, voy a bajar a la farmacia», dice, «¿por qué no te acuestas un rato?». Hay una montaña de platos por fregar en el desagüe. «No estoy cansado», digo, «solo un poco abrumado».
¿Quieres dejar de mirarme como si fuera ficticio?
Mi novio se levanta y se queda de pie junto a mí. «Tú eres tonto y lo único que quieres es llamar la atención», dice, «¿con qué me vienes ahora de que todo lo que te rodea son emanaciones de tu ego? Tú lo que tienes que hacer es sentarte a escribir y terminar de una vez ese maldito libro de relatos». «No estoy inspirado». «Pues, ¿por qué no friegas los platos?».
Mi terapeuta dice que todo lo que me pasa tiene que ver con mi incapacidad por reconocer a los demás como interlocutores válidos. Que me creo más listo que nadie. Que pienso que mis problemas son más importantes que los del resto. Y que la nostalgia, la frustración y la tristeza tienen una base tan real como las personas de mi entorno.
«¿Quieres dejar de mirarme como si fuera ficticio?», dice mi novio. «Ahora mismo, para que te calles de una vez, voy a ofrecerte una prueba empírica de mi existencia», concluye. Y se acerca a mí, pone sus manos heladas sobre mis mejillas y lentamente une sus labios a los míos en un lánguido y apasionado beso.
Y se me erizan los pelos de la nuca. Mi corazón empieza a latir más fuerte. Dejo unos segundos de respirar. Se me pone la piel de gallina. Y, entonces, se despega de mi boca. «Tienes razón», le digo, rendido a la evidencia.
Él es mi única conexión con el mundo.
COPYRIGHT: Iván F. Mula