Soy un inadaptado porque, cuando alguien me pregunta mi opinión sobre algo, asumo que, de verdad, le interesa conocerla. Las personas somos complejas y yo todavía no me he enterado de eso.
El caso es que me preguntan. Y yo expongo mi amable sinceridad con argumentos constructivos y la gente me mira como si agitara en sus morros un trapo hediondo que me he sacado del bolsillo sin venir a cuento.

Sucede, en numerosas ocasiones, que una pregunta no espera una contestación sincera. Lo que busca es un abrazo de palabras. Un bote salvavidas para su autoestima herida.
Un actor. Un escritor. Un director. Un dramaturgo. O, simplemente, alguien que ha cambiado de peinado o se ha comprado un vestido. El acto más trivial o la obra de arte más profunda, muchas veces, anhelan la misma aprobación con diferentes gritos.
Sucede que me preguntan y yo respondo, para ayudar, lo que de verdad opino. Porque -tonto de mí- pienso que es lo que se espera. No soy mejor que nadie. Yo también intento complacer a toda costa.
Pero me doy cuenta de que lo que están pidiendo, en realidad, es una mentira hedonista. Las cosquillas en el alma de un piropo no demasiado exagerado.
Me encanta. Es genial. Me he reído un montón. Te queda muy bien. Me gusta mucho. Eres un crack.
Creedme. No soy uno de esos sobrados que disfrazan de sinceridad la mala educación para destruir al prójimo.
Simplemente, no me doy cuenta de que, para algunas personas de espíritu joven, un consejo de amigo puede ser un puñal.
Una observación, un insulto.
Una valoración moderada, un puñetazo en el estómago.
Creedme. No soy uno de esos que van sacándole pegas a todo. No voy de maestro por la vida. Solo quiero ayudar.
Pero se me olvida que no me están pidiendo un favor. No me están pidiendo ayuda.
Por lo visto, no sé si lo habré entendido bien, no se trata de ayudar. Ni ser honesto.
Cuando alguien te pregunta tu opinión, lo que espera es un aplauso para el ego.
COPYRIGHT: Iván F. Mula